Los comunicadores solemos ser unos tipos muy raros. No mejores, ni peores, sino simplemente raros, ilógicos, absurdos, paradójicos y muchas veces, un poquito desquiciados.
Eclécticos y diletantes, tomamos de todo y de todos lo que mejor nos parece y por eso, sabemos de muchas cosas pero en realidad no somos expertos en nada. Opinamos y decimos, juzgamos, enjuiciamos y sentamos cátedra porque nos creemos incapaces de desconocer algo y por eso la embarramos tantas veces. Somos una especie casi ilógica, mitad abogados, mitad marketeros, mitad poetas, mitad seres pragmáticos. Lo nuestro es la palabra y los discursos, que muchas veces somos incapaces de domar por lo que hacernos entender resulta a veces complicado y amarnos, casi, casi, una odisea.
Somos contradictorios e inestables, paradójicos y desatinados, incoherentes y chocantes. Nos odian y nos aman, nos critican y nos siguen, nos señalan y nos rondan, pero la verdad, verdadera, es que a nosotros poco nos importa, no porque no valga la pena, sino porque la arrogancia muchas veces nos desborda las costuras.
Cargamos con la responsabilidad de ser simpáticos y alegres, de vencer nuestros propios miedos y nuestra absurda timidez, de ser el espíritu de las fiestas, de dominar el pánico cuando suenan los acordes de la orquesta. Nos piden ayuda casi a diario, porque todos tienen algo qué decir, como a los médicos que las tías fastidiosas les consultan por la verruga que aparece. Y a nosotros nos gusta, en parte por la vanidad de ser necesitados, pero también porque creemos que nuestra labor ayudará a salvar el mundo.
Creativos e ingeniosos, perspicaces y sutiles, banales y profundos, solemos tener una visión periférica, que nos permite mirar cosas que no miran los demás. Nos ensimismamos fácilmente lo que muchos creen que es falta de atención. Pero ojo: si nos habla y no le contestamos de inmediato, no lo dude: estamos pensando, así sean tonterías.
Tenemos alma de niño y por eso somos soñadores y arriesgados. Nos domina un fuego interno que muchas veces confundimos con gastritis. Nos caemos casi a diario, pero tenemos un alma resilente, que los otros simplemente llaman una terquedad a toda prueba porque la vida se nos va entre los intentos y los inventos.
Y por eso vamos por ahí, tal vez despreocupados, tal vez sonrientes, porque si alguna vez nos ve el rostro adusto, hosco y seco, no cabe duda que nos estaremos convirtiendo en funcionarios y nos habremos perdido para siempre.
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