Yo sé que estoy muriendo. Igual que usted o cualquier otro, porque un día de más siempre será un día de menos. Y no es que sea un dramaqueen, como me decía alguien a quien amo. Es que es la cruda verdad y a pesar de que muchos lo prefieran, yo por lo menos odio pensar que me voy a morir de viejo. Prefiero ahora que me he ido secando y no veo muchas posibilidades de reinventarme. Ni siquiera reintentarme.
Odio pensar que me voy a morir de viejo
He sido verdaderamente feliz y aunque muchas veces quise que las cosas hubieran sido diferentes, aprendí desde pequeño a gozarme lo que tenía. Nunca sufrí por nada material y aunque nada me sobró, tampoco puedo decir que algo me faltara. Techo, comida, estudio, algo de cariño para el menor de siete hermanos y calle, mucha calle, porque al fin y al cabo, crecí en una época en la que los niños aún jugábamos en las aceras y llamábamos a los amigos con chiflidos. Tiempos de gaseosas con boronas, goles imposibles, soldados libertados y raspones en las manos y rodillas. Mucho de lo que soy hoy como persona, se lo debo a esos juegos infantiles llenos de risa, mañas y temores. No sé si crecí autónomo o abandonado, que se parecen pero no son lo mismo. El caso es que siempre hice lo que creí que debía hacer, privilegiando a los demás, intentando no dañar a nadie, burlándome de todo, soñando con la nada, lo que me permitió vivir tranquilo.
El colegio pasó por mi vida sin mancharme ni tocarme, pero la universidad fue para mi como la sensación que debió sentir Aureliano Buendía el día que lo llevaron a conocer el hielo. Todo lo bueno, todo lo malo, todo lo permitido y una que otra cosa prohibida y sobre todo, el amor por escribir, la solución lógica y posible para un tipo introvertido, tímido, huidizo, retraído y algo timorato como yo. Quien me conozca, dirá que estoy mintiendo, pero deben entender que la risa es buena máscara.
Crecí en una época donde los niños jugábamos en las aceras y llamábamos a los amigos con chiflidos
Y luego vino la familia de la mano de una mujer que a pesar de que la vida la puso en una orilla diferente, sigue siendo amiga mía por lo que es como persona y porque compartimos el amor inagotable por nuestras hijas. Desde que ellas dos nacieron y las recibí en mis brazos, no ha pasado un día que no las agradezca. Como es apenas obvio, nunca quise que crecieran, porque mi mayor anhelo fue que me necesitaran cada uno de sus días, pero hoy que las veo emprender el vuelo, en realidad me doy por bien servido al ver las mujeres que se han vuelto. Y es que excepto mis hijas, todas las personas que cambiaron mi vida, las encontré sin andarlas buscando.
Luego llegó un largo periodo de invierno y soledad, iluminado al final por un trueno ruidoso y estridente pero efímero, que movió mis bases hasta casi derrumbarme. Hasta que un día, en una esquina cualquiera, apareció una nueva esperanza envuelta en un cuerpo y una alma luminosa, que me enseñó de nuevo a respirar, aunque a veces, incluso hoy, me refunda la máscara de oxígeno. Con ella entendí que la felicidad es complicarse la vida con la persona adecuada. Y lo hemos hecho muy difícil, por lo que nuestro amor no es de esos amores que perduran, sino de esos que han sobrevivido a pesar de lo que somos. Y sigue intacto, porque nos queremos más pero con menos frecuencia, aunque tal vez, para las segundas oportunidades, hay que entender que nunca tendremos la seguridad de no caernos nuevamente y de lo que se trata el amor es de cerrar los ojos y dejarse llevar por lo que dice el corazón. O, por lo menos, confiar ciegamente en que Florentino Ariza y Fermina Daza, serán remedos de paciencia.
No hay día que no les diga a mis hijas que las amo. No hay día que no te piense. No hay día que no espere una señal.
Hoy, a esta edad, tengo quizá la gran fortuna de haberme tropezado muchas veces y la soledad me ha enseñado la inutilidad de tirar la toalla porque siempre toca pararse a recogerla. Ya perdí la cuenta las veces que he quebrado, las veces que he perdido, las veces que he puteado porque el mes me dura más que el sueldo. Sin embargo, y siempre, han aparecido de la nada, miles de manos amigas, para hacerme ver lo desagradecido que he sido y mi falta de confianza en el cariño que me tienen. Por eso, entre más me caigo, más me levanto y aunque quisiera una vida más tranquila, pues eso es lo que hay y eso es lo que agradezco a Dios todos los días.
Tengo la gran fortuna de haberme tropezado muchas veces
Me he equivocado, he tomado malas decisiones, he errado, he hablado de más, he dicho de menos, he hecho sufrir así no haya tenido nunca esa intención, aunque eso no cuenta porque el dolor no sabe distinguir, pero también aprendí a reconocer, a pedir perdón,a perdonar, a olvidar para intentar estar en paz.
Las personas que amo, lo saben a ciencia cierta y por eso, hoy puedo morir tranquilo, porque podré estar debiendo la tarjeta de crédito pero nunca los afectos. Ver más en Suave y profundo
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