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Foto del escritorMauricio Liévano Quimbay

Los memoriosos

Actualizado: 23 ago 2018

Irineo Funes, es el personaje de un cuento de Borges llamado, Funes el memorioso que relata el drama de un personaje que sufre de hipermnesia, una anormalidad que consiste en el aumento del recuerdo, en la incapacidad para olvidar.


Y es que si miramos bien, los colombianos parecemos sufrir de lo mismo. Somos los reyes del apego. Nos gusta llorar por lo que ya no es, sufrir por lo que pudo ser, sollozar por lo que ya no está. Vivir en el pasado nos da la seguridad de pisar lo andado porque el presente es un constante abismo y el futuro ni siquiera existe.

Nos apegamos a las personas, a las cosas, a las mascotas por inseguros, por pasados no resueltos, por egos inflados, por arrogancia, o por físico culillo de intentar nuevos caminos. Los colombianos somos expertos en guardar cosas, en acumular recuerdos, en coleccionar odios, en atesorar reminiscencias. Nos llenamos de basura material y emocional y por eso vivimos cargados de miedos y fantasmas.



Un monje budista al que tuve la oportunidad de conocer recientemente, nos decía a las personas que estábamos con él, que el apego es la expectativa exagerada de la influencia positiva de una persona, un animal o una cosa, sobre nuestro bienestar. Es decir, que le transferimos a los demás, la responsabilidad de hacernos felices, darnos satisfacciones, gozos y deleites. Creemos que nuestros sueños y nuestras esperanzas, están en manos de los otros. Creamos falsas esperanzas sobre las personas porque no las queremos como son sino como queremos que ellos sean. Las idealizamos y les colgamos virtudes que no tienen y por eso los golpes de realidad suelen ser muy fuertes. No se trata de andar por ahí como un perro callejero sin que nada ni nadie nos importe, sino que por lo menos que nada nos afecte, porque los únicos que podemos darnos alegría somos nosotros mismos, ya que al fin y al cabo, la felicidad es una decisión y no una circunstancia. Eso se llama autonomía y por eso, rogar por las migajas, no es una opción posible.


Llegamos al punto de convencernos que las personas o los objetos son imprescindibles en nuestras vidas, lo que con seguridad nos traerá sufrimientos y dolor, porque no hay nada que pueda estar por siempre en nuestra existencia. Como en el invierno, todo es temporal y como en Transmilenio, todo es pasajero.Lo bueno y lo malo. Ni siquiera los desiertos de los que se habla en la biblia. De hecho, los griegos ya hablaban que nadie se bañaba dos veces en el mismo río,los budistas filosofaron acerca de la impermanencia, Bauman nos contó de la modernidad liquida y los poetas nos han dicho de mil formas, que nada es para siempre. Terminamos por creer que los apegos son una forma de amor, cuando resultan ser todo lo contrario. Hemos sido criados para entender que todo es vitalicio: familia, trabajo, cosas y relaciones. Y no. Los hijos se van por decisión propia, las parejas dicen adiós porque están en su derecho, los padres algunas veces se mueren antes que nosotros, los perros y los gatos se pierden y las cosas, son cosas. Tal vez la clave está en gozarse cada día como si fuera el último, porque como dice García Márquez “en el caso del matrimonio el problema es que se acaba todas las noches después de hacer el amor y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno”.

“Buscar lo imposible es solo una de las maneras de empeñarse en no ser feliz” Marwan

Vivimos apegados al pasado porque somos incapaces de aceptar que ya no somos, porque no queremos entender que el mundo sigue sin nosotros, que los otros toman decisiones de irse en plena libertad, lo que nos los condena, así nos duela. A veces creemos ser huracanes cuando en realidad no llegamos ni a llovizna que amerite una sombrilla. Nos metemos el cuento de ser más importantes de lo que en realidad fuimos y no aceptamos que nuestro tiempo ya pasó. Somos masoquistas y- como Funes- nos acordamos de todos los detalles: del primer día de trabajo, del momento que nos regalaron nuestro perro, de esa torta de chocolate que ella se comió en la primera cita o de cuando le pediste que no te hiciera daño porque estabas frágil, o de las despedidas por WhatsApp porque no eras tan importante como para decírtelo en la cara, o del día en que el jefe creyó que ya no nos necesitaban ni un poquito. Nos gusta hablar con los ex compañeros de trabajo o revisar las redes sociales de la ex pareja sólo para comprobar la dolorosa verdad que ella ya está en otra cosa y que usted es parte del pasado. Y por eso no hay nada peor que encontrarse con un despechado o con un Testigo de Jehová, porque las historias la llenan de detalles. Los recuerdos son como cuando soltábamos los dobladillos de los pantalones cada vez que crecíamos: puede que podamos usarlos un poco más, pero se notan las huellas y las costuras. Eso que llamamos fracaso es un estado temporal que arruga el alma, que estruja el corazón, que empequeñece la autoestima, que golpea nuestra imagen, porque para completar vivimos en una sociedad que no tolera las caídas .

Te estaba buscando y me encontré…

Sin embargo llega el momento en que la vida nos empuja a mirar otros mundos, a experimentar nuevos errores, a escarbar nuevos caminos, respetando los pasados, pero llenando de ilusión todos los nuevos,(que incluso pueden ser los ya vividos, que volverán pero distintos), aunque lo complicado no sea decir adiós sino el aprender a despedirse. A las personas hay que dejarlas ir, incluso a los padres, a las parejas o a los hijos, no porque ya no sean importantes, sino por todo lo contrario. La fórmula del desapego es amar a las personas aún más que cuando estaban con nosotros. Parece fácil, pero obviamente no lo es. Llorar está bien, pero hay que aprender a pasar la página y de vez en cuando evocar cariñosamente porque algo va de la melancolía a la nostalgia y el arroz quemado significa un intento. Basta recoger los pedacitos, limpiarse los mocos, sanar las heridas, cambiar las preguntas y los miedos, recordar con amor, recomponer las alas, buscar de nuevo la forma de reírse, vivir al día, darle paso al desapego y empezar a querer de otra manera mirando otras ventanas.


Publicado originalmente en El Tiempo

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